Nació en Cartagena en el 7 de enero de 1797 y murió en Bogotá el 20 de noviembre de 1862.
Primer ingeniero colombiano. Defensor de Cartagena en 1815, Profesor fundador del Colegio Militar. Primer compilador de las leyes granadinas. Diplomático y canciller de la república en los gobiernos de Santander y Márquez.
A continuación encontrará el discurso presentado en el marco de la XXIII Reunión Nacional de Facultades de Ingeniería (año 2003), en el Homenaje a Don Lino de Pombo, el primer ingeniero colombiano. Autor: Carlos Julio Cuartas.
Hace 200 años vivían en Cartagena de Indias, la hermosa ciudad que nos acoge, dos hermanos igualmente notables, de noble ancestro, nacidos en Popayán en el hogar formado por Esteban de Pombo y Gómez y Tomasa de Ante y Valencia; y educados en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santafé. El mayor, José Ignacio, establecido en Cartagena desde 1784, y ahora Prior del Real Consulado de Comercio de Cartagena, insigne promotor de las ciencias, era amigo de su conterráneo Francisco José de Caldas, quien adelantaba investigaciones en la Provincia de Quito y había sido incorporado el año anterior a la Real Expedición Botánica. Amigo también del sabio gaditano José Celestino Mutis, José Ignacio había sido anfitrión de Alejandro de Humboldt, el explorador tudesco que ahora se hallaba en la Nueva España. El otro hermano, Manuel, el menor de los Pombo y Ante, quien luego de cuatro años de permanencia en la Corte española, había llegado a Cartagena en 1795, apenas unos meses después de su matrimonio en la Península con Beatriz O’Donnell, dama de honor de la Reina. A sus 34 años de edad, Manuel, intelectual y político como su hermano, era el Tesorero del Consulado en la ciudad. Por ese tiempo, en los albores del siglo XIX, Jefferson gobernaba la nación que había logrado su independencia de la Corona Británica, mientras Bonaparte, un militar francés llevado de sus ambiciones de poder, que no tendría reparo alguno en desafiar la autoridad del Romano pontífice, amenazaba el imperio de Carlos IV. En el Nuevo Reino de Granada, una colonia instaurada por los españoles tres siglos atrás, que recibiría en 1803 al penúltimo de los virreyes, Don Antonio Amar y Borbón, concluían las obras del Observatorio Astronómico, emblema de las ciencias, al mismo tiempo que Nariño, el Precursor, salía de prisión, luego de seis años de condena por sus ideas políticas. Hace 200 años también, el vapor hacía de las suyas, especialmente en una Inglaterra que sucumbía ante los encantos de lo que se conocería como la Revolución Industrial. En el paraíso de las máquinas ocuparía lugar privilegiado la primera locomotora, el caballo de hierro, que apenas se hallaba en gestación en la mente de un Ingeniero inglés y que al hacerse a los rieles en 1804 anunciaría la era de los ferrocarriles por venir. A la razón y la libertad, se había unido entonces el vapor, para impulsar los procesos históricos que romperían antiguas cadenas y ampliarían los límites de los dominios de la humanidad. Para entonces Cartagena había sido ya consagrada en su propio suelo por el amor y la humildad de un jesuita que defendió en el siglo XVII la dignidad de los esclavos; por la valentía de un noble caballero del mar que enfrentó heroicamente en el siglo XVIII la amenaza de los súbditos ingleses; y por la genialidad de un Ingeniero militar que llevó a término a finales del mismo siglo, las obras de fortificación de la ciudad iniciadas 160 años atrás. Pedro Claver, Blas de Leso y Antonio de Arévalo son columnas destacadas que sostienen este monumento a la grandeza del ser humano que es la ciudad fundada por don Pedro de Heredia. Ese era el aire que respiraba en 1803 el primogénito de Manuel de Pombo, el aire que alentaba los sueños de un niño de solo 6 años de edad que seguramente acudía a la misa dominical celebrada en la Iglesia Catedral, donde había recibido el agua del bautismo, que ahora crecía en criterio y carácter a la sombra de sus mayores, que por sus virtudes y sus gestas haría que su nombre fuera ampliamente reconocido entre sus contemporáneos, un nombre que, a partir de hoy, ha quedado grabado por el cincel en los mismos muros centenarios que han guardado el eco de sus primeros pasos. Escuché el nombre de Lino de Pombo por primera vez de labios de Alfredo D. Bateman, hace ya 20 años. Aprendí entonces del inolvidable profesor y académico que don Lino, “un personaje clave en la historia de la Ingeniería colombiana”, había sido “el primer colombiano que recibió el título de Ingeniero Civil” y que gracias a su pluma, Colombia tuvo una primera reseña biográfica sobre Francisco José de Caldas, escrita en 1852, 36 años después del fusilamiento del sabio payanés. Pasado un tiempo, tuve noticia de que un distinguido colega cartagenero, José Enrique Rizo Pombo, pertenecía a la familia de don Lino. Gracias a él obtuve información adicional sobre un personaje que, sin embargo, aún no tenía un rostro en mi memoria. Esta deficiencia fue superada en 1988 cuando conocí la reproducción de una fotografía de don Lino, publicada en 1915 en la Revista Moderna y en Anales de Ingeniería. Poco después, en el Archivo Histórico establecido en Popayán encontré el texto del discurso que Lino de Pombo pronunció en 1830 con ocasión de la apertura de estudios de la Universidad del Cauca y unos documentos de su puño y letra, en los que había estampado su firma. Tales fueron los primeros indicios de la amistad que hoy me une al personaje que elogiamos y que forma entre los grandes de Cartagena y de la Patria, y que por supuesto, sobresale notablemente en la galería de Ingenieros colombianos. En 1997, con motivo del bicentenario del natalicio de don Lino, prepararé un artículo para Anales de Ingeniería. Fue entonces cuando pude acercarme con mayor detenimiento a la vida y la obra del ilustre cartagenero, apoyado especialmente en los escritos del historiador José María Samper (1828–1888) y del Ingeniero Ramón Guerra Azuola (1826–1903), uno y otro auténticos y bien fundados elogios de Lino de Pombo. El del primero, escrito en 1877, quince años después del fallecimiento de don Lino, recoge información valiosa, no sólo sobre su itinerario vital, sino también sobre su personalidad. “El rostro del señor Pombo era inolvidable, —afirma Samper—, porque tenía toda la expresión de una integridad sencilla y bonachona, de una juvenil credulidad en el bien, de un espíritu esencialmente razonador, de un sentimiento apacible de todas las cosas, y de una confianza inquebrantable en el poder de la inteligencia y de la verdad”. Nos cuenta también Samper que “había en el carácter del señor Pombo una rara combinación de juventud y madurez, de liberalismo sano y conservatismo mesurado, equilibrados por un profundo espíritu de investigación y de tolerancia”. Y en relación con “un hecho curioso” en la vida de don Lino, el haber sido por más de 20 años colaborador de hombres “de tan diversas y aun contrarias opiniones”, Samper aclara “que todos los partidos y gobernantes reconocían la integridad, los claros talentos, las generales y variadas aptitudes y ejemplar laboriosidad del señor Pombo; y que él, siempre moderado y patriota, jamás antepuso las preferencias de partido al supremo deber social de servir a la patria”. Por su parte, Guerra Azuola en el tributo que rindió a don Lino en 1897, con ocasión del primer centenario de su natalicio, complementó el trabajo de Samper y analizó la vida de Pombo desde dos perspectivas: “como militar facultativo y denodado, y como estadista entendido e infatigable”. Luego de afirmar que “en D. Lino de Pombo tenemos que admirar su valor a toda prueba, su constancia y su arrojo, al mismo tiempo que la pericia que desplegó en la obra de constituir el país”, Guerra Azuola indica en el preámbulo de su escrito que en el campo militar sólo hará referencia a “uno de los trances más críticos y apurados de la guerra magna”, que en 1815 hizo enfrentar en Cartagena las fuerzas españolas con los ejércitos patriotas; y que en lo que corresponde al administrador, tratará brevemente sobre “sus labores en la Hacienda pública, en las Relaciones Exteriores de la Nación, en el ramo de la Instrucción, y en fin, en la aplicación que hizo de las extraordinarias dotes de que lo adornó Dios”. Concluye Guerra Azuola que “la carrera diplomática de Pombo fue una cadena de triunfos, al contrario de la militar, que lo fue de crisis desesperadas y de amarguras y desgracias, aquí y en la madre patria”. Sobre Lino de Pombo se pueden adquirir en la actualidad dos obras, publicadas recientemente. La primera, del escritor cartagenero Germán Espinosa, hace parte de la serie que Colciencias ha impulsado para dar a conocer especialmente entre la población infantil los protagonistas del desarrollo de la ciencias en Colombia. La segunda, del Ingeniero y académico José María De Mier, incluye una excelente bibliografía y también algunos textos escritos por don Lino. Sorprende entre estos últimos, su discurso en 1811, cuatro días antes del primer aniversario del grito de independencia, cuando apenas contaba con 14 años de edad. En estas páginas se alzaba “la voz de un joven americano y libre” para rendir tributo a los héroes del frustrado movimiento que tuvo lugar en 1809 en el Ecuador, promovido por “un puñado de hombres virtuosos y sabios [que] tuvieron valor para sacrificar su reposo, sus bienes, sus hijos, sus esposas y sus vidas a la libertad de su Patria”, según las propias palabras del joven Pombo. En este texto se reflejan sin duda, no sólo los talentos y la erudición de su ilustre padre, sino también el profundo amor a la Patria y su compromiso indeclinable con la causa de la libertad, uno y otro siempre presentes igualmente en la vida de su progenitor. Así mismo, es evidente el interés de don Lino por las ciencias. Analiza la discusión que tuvo lugar a propósito de las tesis de Newton y de Cassini, “los dos hombres más ilustrados del siglo XVII”, acerca de la esfericidad de la tierra; y hace un vehemente llamado por el establecimiento de un sistema universal de medidas, basado en el metro, de tal forma que quede superada “la confusión y la incertidumbre de las medidas presentes [que] forman el sello de nuestras divisiones, y de nuestra antigua ignorancia”. Otra fuente importante de información acerca de Lino de Pombo se encuentra en uno de los volúmenes de la colección publicada con motivo del bicentenario del natalicio de Francisco de Paula Santander. Entre sus colaboradores figura el nombre de don Lino, llamado durante el gobierno del fundador de la República a desempeñar, por primera vez, el cargo de Canciller de la República. No había transcurrido mucho tiempo desde su posesión, cuando este hombre culto y de noble linaje debió enfrentar el primer incidente diplomático de la nueva República, ocasionado en buena medida por el exceso de tragos de un tristemente célebre alcalde de Cartagena que terminó encerrando en la cárcel al Cónsul de la Francia. Este grave suceso, “el caso Barrot”, narrado en forma extraordinaria por Eduardo Lemaitre, revela las circunstancias de entonces. En otras dos ocasiones, Lino de Pombo volvería a ejercer las funciones Secretario del Interior y de Relaciones Exteriores. En el Palacio de San Carlos, sede del gobierno por tantos años y hoy, despacho del Ministro de Relaciones Exteriores, cuelga un óleo magnífico que tuve ocasión de admirar por primera vez apenas hace dos semanas. Ese mismo día, ingresé a la casa donde en 1833 nació Rafael Pombo, cuarto hijo de don Lino, el primero nacido en Bogotá. Esta preciosa edificación de dos pisos, ubicada en el costado oriental del Teatro Colón, frente al Palacio de San Carlos, fue la residencia del Canciller de la República, un hombre de 36 años, llegado con su esposa y los tres hijos nacidos en Popayán, ciudad donde había residido en los últimos años. Ahora bien, en la biblioteca de la Sociedad Colombiana de Ingenieros descubrí ejemplares de los libros de Geometría Analítica y de Aritmética y Álgebra escritos por Lino de Pombo, que según Guerra Azuola, hacían parte de “un curso completo de Matemáticas” del cual solamente se publicaron esos dos, el primero en 1850 y el otro en 1858. Estas lecciones fueron “adoptadas como texto en los Colegios de esa época, especialmente en el Colegio Militar, que él ayudó a crear y fomentar, y que produjo tantos ingenieros que le han dado honra a la profesión y al país, y que han sostenido la enseñanza de las ciencias exactas hasta hoy”, es decir, hasta 1897, fecha del escrito de Guerra Azuola. Esta referencia nos sirve para destacar el papel de Lino de Pombo en la consolidación de los estudios de Ingeniería en Colombia, reconocido especialmente por el propio Rector de la Facultad de Matemáticas e Ingeniería en 1894, Manuel Ponce de León, quien fuera su alumno en el Colegio Militar y uno de los primeros Ingenieros Civiles graduados en esa institución. Aparte de estos dos libros, la Biblioteca de la Sociedad Colombiana de Ingenieros conserva también un ejemplar de la “Recopilación de Leyes de la Nueva Granada”, publicada en 1845, obra cumbre de Lino de Pombo, “la que exhibe más espíritu de orden, más constancia y laboriosidad”, según anotación de Guerra Azuola. Este libro, que descubrí en un anticuario de Bogotá, fue adquirido por la Sociedad, gracias a la intervención del Presidente de entonces, Hernando Monroy Valencia. También por iniciativa de la Sociedad Colombiana de Ingenieros, en 1997 se emitió un sello postal en homenaje a Lino de Pombo. En la estampilla que circuló aparece su rostro en un primer plano, y en el fondo, el escudo de la corporación que reunió en 1887 al primer grupo de Ingenieros formado en Colombia, en el cual sobresalen los nombres de Ramón Guerra Azuola, Manuel Ponce de León y Fidel Pombo, el menor de los hijos varones de don Lino. Con sus estudios en la Academia de Ingeniería de Alcalá de Henares, complementados posteriormente en París, según lo advierte Espinosa, Lino de Pombo ocupa primerísimo lugar entre sus colegas y, por supuesto, entre los profesores de Ingeniería de Colombia. Su firme convicción en el poder transformador de la educación quedó expresada por él en los siguientes términos: “solamente la difusión de las luces, la generalización progresiva de la enseñanza hasta los ciudadanos de la ínfima clase, es lo que puede formar con el tiempo entre nosotros una respetable masa pensadora, que calcule con exactitud lo que es del interés público; una fuerza de sana opinión que contrarreste las maquinaciones criminales de la ambición personal, y que mantenga a su despacho el orden y la autoridad de las leyes; costumbres puras, en fin, que sean la salvaguarda del honor y de la reputación del individuo, y que estrechen los vínculos de las familias y de los pueblos”. La última huella física de Lino de Pombo que encontré, no sin emoción, fue su tumba en el cementerio central de Bogotá, muy cerca de la puerta principal, esa que nos permite ingresar al Panteón de los Inmortales. Seguramente don Lino había acompañado el cortejo fúnebre que en 1840 condujo hasta ese mismo lugar los restos mortales del General Santander. En la bóveda que guarda las cenizas de don Lino, sellada bajo una imponente losa de mármol negro, se encuentran también las de su esposa, Ana María Rebolledo Tejada, payanesa y madre de los seis hijos nacidos en el hogar que formó con don Lino en 1826, fallecida en 1884. No lejos de este sagrado lugar, se encuentran las tumbas de Rafael y Fidel, sus dos hijos Ingenieros, y las de otros familiares, rodeadas todas de grandeza. Fue polifacética la vida de Lino de Pombo: “matemáticas, armas, política, jurisprudencia, periodismo, hacienda y pedagogía”, según Espinosa, son “siete esferas distintas para un único sabio verdadero”, que inició su itinerario en la Ciudad Heroica, que fue luego a Santafé, regresó a Cartagena y de allí cruzó el océano para llegar, primero, a España, la madre Patria, cuna de sus antepasados, y luego a Inglaterra; que volvió a su Patria y fijó su residencia en Popayán, la ciudad de sus padres, para llegar después finalmente a Santafé, la capital de una Nación en obra que apenas empezaba a comprender el significado de su independencia. Es entonces cuando don Lino se consagra como “constructor de la nacionalidad”, según frase acuñada con acierto por Juan Lozano y Lozano. En estos dos sustantivos quedan resumidos los pilares de su vida: el constructor, el Ingeniero, artífice de obras y servicios, y la Nacionalidad, hecha de ideales y valores defendidos por sus ciudadanos, incluso con la vida, si ello fuese necesario. Este elogio de Lino de Pombo, relato de un encuentro que no acaba, da razón de las hazañas y virtudes de este hijo ilustre de la Ciudad Heroica. Ahora que el progreso ha creado facilidades asombrosas para los buscadores de nuevas verdades, los exploradores de mundos desconocidos y también, para los artífices de la guerra, el heroísmo parece reservarse al deportista de alto riesgo o a unos seres de ficción que triunfan a base de efectos especiales. Y sin embargo, los héroes que el mundo espera con urgencia, no son solamente aquellos hombres y mujeres que enfrenten con decisión los desafíos del terrorismo y de la corrupción, que amenazan cada vez con mayor fuerza al hombre contemporáneo, sino también aquellos hombres y mujeres que se pongan del lado de esas multitudes de pobres y de marginados, que la sociedad ha condenado a una vida miserable. Estas son las vergüenzas de nuestro tiempo, que en un elogio de Lino de Pombo no podemos ignorar. Por el contrario, la memoria de don Lino, prototipo de servidor de la Nación, constituye una obligante invitación a renovar hoy nuestro empeño como ciudadanos en la causa de la libertad, siempre presente en la agenda de los pueblos que saben de honor y dignidad. En esta tarde, con la placa que ha sido colocada en los muros de la Gobernación de Bolívar, Lino de Pombo regresa a la plaza pública, en el silencio magistral de los héroes ausentes que sin cesar señalan rumbos y horizontes. Queda de esta forma saldada en parte la deuda que los Ingenieros de Colombia habíamos contraído con don Lino, fundador por títulos diversos de la Ingeniería Nacional. Y digo, saldada en parte, porque el deber de honrar su memoria y hacer que su nombre sea conocido y venerado por las nuevas generaciones, permanece vigente y hará parte del legado que con sincero orgullo entregaremos a quienes reciban la antorcha que en lo alto hoy levanta nuestra mano. El Maestro Guillermo Valencia afirmó que “valor e hidalguía fueron aquí, —en Cartagena de Indias—, plantas triviales; abnegación y arrojo el ejercicio habitual de nuestros padres; y un hondo amor de patria el signo peculiar de todo corazón cartagenero”, lo que en Lino de Pombo hemos podido reconocer, para honra y gloria, no sólo de su ciudad natal, sino también de la Ingeniería Nacional.
Hace 200 años vivían en Cartagena de Indias, la hermosa ciudad que nos acoge, dos hermanos igualmente notables, de noble ancestro, nacidos en Popayán en el hogar formado por Esteban de Pombo y Gómez y Tomasa de Ante y Valencia; y educados en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Santafé. El mayor, José Ignacio, establecido en Cartagena desde 1784, y ahora Prior del Real Consulado de Comercio de Cartagena, insigne promotor de las ciencias, era amigo de su conterráneo Francisco José de Caldas, quien adelantaba investigaciones en la Provincia de Quito y había sido incorporado el año anterior a la Real Expedición Botánica. Amigo también del sabio gaditano José Celestino Mutis, José Ignacio había sido anfitrión de Alejandro de Humboldt, el explorador tudesco que ahora se hallaba en la Nueva España. El otro hermano, Manuel, el menor de los Pombo y Ante, quien luego de cuatro años de permanencia en la Corte española, había llegado a Cartagena en 1795, apenas unos meses después de su matrimonio en la Península con Beatriz O’Donnell, dama de honor de la Reina. A sus 34 años de edad, Manuel, intelectual y político como su hermano, era el Tesorero del Consulado en la ciudad.
Por ese tiempo, en los albores del siglo XIX, Jefferson gobernaba la nación que había logrado su independencia de la Corona Británica, mientras Bonaparte, un militar francés llevado de sus ambiciones de poder, que no tendría reparo alguno en desafiar la autoridad del Romano pontífice, amenazaba el imperio de Carlos IV. En el Nuevo Reino de Granada, una colonia instaurada por los españoles tres siglos atrás, que recibiría en 1803 al penúltimo de los virreyes, Don Antonio Amar y Borbón, concluían las obras del Observatorio Astronómico, emblema de las ciencias, al mismo tiempo que Nariño, el Precursor, salía de prisión, luego de seis años de condena por sus ideas políticas.
Hace 200 años también, el vapor hacía de las suyas, especialmente en una Inglaterra que sucumbía ante los encantos de lo que se conocería como la Revolución Industrial. En el paraíso de las máquinas ocuparía lugar privilegiado la primera locomotora, el caballo de hierro, que apenas se hallaba en gestación en la mente de un Ingeniero inglés y que al hacerse a los rieles en 1804 anunciaría la era de los ferrocarriles por venir. A la razón y la libertad, se había unido entonces el vapor, para impulsar los procesos históricos que romperían antiguas cadenas y ampliarían los límites de los dominios de la humanidad.
Para entonces Cartagena había sido ya consagrada en su propio suelo por el amor y la humildad de un jesuita que defendió en el siglo XVII la dignidad de los esclavos; por la valentía de un noble caballero del mar que enfrentó heroicamente en el siglo XVIII la amenaza de los súbditos ingleses; y por la genialidad de un Ingeniero militar que llevó a término a finales del mismo siglo, las obras de fortificación de la ciudad iniciadas 160 años atrás. Pedro Claver, Blas de Leso y Antonio de Arévalo son columnas destacadas que sostienen este monumento a la grandeza del ser humano que es la ciudad fundada por don Pedro de Heredia.
Ese era el aire que respiraba en 1803 el primogénito de Manuel de Pombo, el aire que alentaba los sueños de un niño de solo 6 años de edad que seguramente acudía a la misa dominical celebrada en la Iglesia Catedral, donde había recibido el agua del bautismo, que ahora crecía en criterio y carácter a la sombra de sus mayores, que por sus virtudes y sus gestas haría que su nombre fuera ampliamente reconocido entre sus contemporáneos, un nombre que, a partir de hoy, ha quedado grabado por el cincel en los mismos muros centenarios que han guardado el eco de sus primeros pasos.
Escuché el nombre de Lino de Pombo por primera vez de labios de Alfredo D. Bateman, hace ya 20 años. Aprendí entonces del inolvidable profesor y académico que don Lino, “un personaje clave en la historia de la Ingeniería colombiana”, había sido “el primer colombiano que recibió el título de Ingeniero Civil” y que gracias a su pluma, Colombia tuvo una primera reseña biográfica sobre Francisco José de Caldas, escrita en 1852, 36 años después del fusilamiento del sabio payanés.
Pasado un tiempo, tuve noticia de que un distinguido colega cartagenero, José Enrique Rizo Pombo, pertenecía a la familia de don Lino. Gracias a él obtuve información adicional sobre un personaje que, sin embargo, aún no tenía un rostro en mi memoria. Esta deficiencia fue superada en 1988 cuando conocí la reproducción de una fotografía de don Lino, publicada en 1915 en la Revista Moderna y en Anales de Ingeniería. Poco después, en el Archivo Histórico establecido en Popayán encontré el texto del discurso que Lino de Pombo pronunció en 1830 con ocasión de la apertura de estudios de la Universidad del Cauca y unos documentos de su puño y letra, en los que había estampado su firma. Tales fueron los primeros indicios de la amistad que hoy me une al personaje que elogiamos y que forma entre los grandes de Cartagena y de la Patria, y que por supuesto, sobresale notablemente en la galería de Ingenieros colombianos.
En 1997, con motivo del bicentenario del natalicio de don Lino, prepararé un artículo para Anales de Ingeniería. Fue entonces cuando pude acercarme con mayor detenimiento a la vida y la obra del ilustre cartagenero, apoyado especialmente en los escritos del historiador José María Samper (1828–1888) y del Ingeniero Ramón Guerra Azuola (1826–1903), uno y otro auténticos y bien fundados elogios de Lino de Pombo. El del primero, escrito en 1877, quince años después del fallecimiento de don Lino, recoge información valiosa, no sólo sobre su itinerario vital, sino también sobre su personalidad. “El rostro del señor Pombo era inolvidable, —afirma Samper—, porque tenía toda la expresión de una integridad sencilla y bonachona, de una juvenil credulidad en el bien, de un espíritu esencialmente razonador, de un sentimiento apacible de todas las cosas, y de una confianza inquebrantable en el poder de la inteligencia y de la verdad”. Nos cuenta también Samper que “había en el carácter del señor Pombo una rara combinación de juventud y madurez, de liberalismo sano y conservatismo mesurado, equilibrados por un profundo espíritu de investigación y de tolerancia”. Y en relación con “un hecho curioso” en la vida de don Lino, el haber sido por más de 20 años colaborador de hombres “de tan diversas y aun contrarias opiniones”, Samper aclara “que todos los partidos y gobernantes reconocían la integridad, los claros talentos, las generales y variadas aptitudes y ejemplar laboriosidad del señor Pombo; y que él, siempre moderado y patriota, jamás antepuso las preferencias de partido al supremo deber social de servir a la patria”.
Por su parte, Guerra Azuola en el tributo que rindió a don Lino en 1897, con ocasión del primer centenario de su natalicio, complementó el trabajo de Samper y analizó la vida de Pombo desde dos perspectivas: “como militar facultativo y denodado, y como estadista entendido e infatigable”. Luego de afirmar que “en D. Lino de Pombo tenemos que admirar su valor a toda prueba, su constancia y su arrojo, al mismo tiempo que la pericia que desplegó en la obra de constituir el país”, Guerra Azuola indica en el preámbulo de su escrito que en el campo militar sólo hará referencia a “uno de los trances más críticos y apurados de la guerra magna”, que en 1815 hizo enfrentar en Cartagena las fuerzas españolas con los ejércitos patriotas; y que en lo que corresponde al administrador, tratará brevemente sobre “sus labores en la Hacienda pública, en las Relaciones Exteriores de la Nación, en el ramo de la Instrucción, y en fin, en la aplicación que hizo de las extraordinarias dotes de que lo adornó Dios”. Concluye Guerra Azuola que “la carrera diplomática de Pombo fue una cadena de triunfos, al contrario de la militar, que lo fue de crisis desesperadas y de amarguras y desgracias, aquí y en la madre patria”.
Sobre Lino de Pombo se pueden adquirir en la actualidad dos obras, publicadas recientemente. La primera, del escritor cartagenero Germán Espinosa, hace parte de la serie que Colciencias ha impulsado para dar a conocer especialmente entre la población infantil los protagonistas del desarrollo de la ciencias en Colombia. La segunda, del Ingeniero y académico José María De Mier, incluye una excelente bibliografía y también algunos textos escritos por don Lino. Sorprende entre estos últimos, su discurso en 1811, cuatro días antes del primer aniversario del grito de independencia, cuando apenas contaba con 14 años de edad. En estas páginas se alzaba “la voz de un joven americano y libre” para rendir tributo a los héroes del frustrado movimiento que tuvo lugar en 1809 en el Ecuador, promovido por “un puñado de hombres virtuosos y sabios [que] tuvieron valor para sacrificar su reposo, sus bienes, sus hijos, sus esposas y sus vidas a la libertad de su Patria”, según las propias palabras del joven Pombo. En este texto se reflejan sin duda, no sólo los talentos y la erudición de su ilustre padre, sino también el profundo amor a la Patria y su compromiso indeclinable con la causa de la libertad, uno y otro siempre presentes igualmente en la vida de su progenitor. Así mismo, es evidente el interés de don Lino por las ciencias. Analiza la discusión que tuvo lugar a propósito de las tesis de Newton y de Cassini, “los dos hombres más ilustrados del siglo XVII”, acerca de la esfericidad de la tierra; y hace un vehemente llamado por el establecimiento de un sistema universal de medidas, basado en el metro, de tal forma que quede superada “la confusión y la incertidumbre de las medidas presentes [que] forman el sello de nuestras divisiones, y de nuestra antigua ignorancia”.
Otra fuente importante de información acerca de Lino de Pombo se encuentra en uno de los volúmenes de la colección publicada con motivo del bicentenario del natalicio de Francisco de Paula Santander. Entre sus colaboradores figura el nombre de don Lino, llamado durante el gobierno del fundador de la República a desempeñar, por primera vez, el cargo de Canciller de la República. No había transcurrido mucho tiempo desde su posesión, cuando este hombre culto y de noble linaje debió enfrentar el primer incidente diplomático de la nueva República, ocasionado en buena medida por el exceso de tragos de un tristemente célebre alcalde de Cartagena que terminó encerrando en la cárcel al Cónsul de la Francia. Este grave suceso, “el caso Barrot”, narrado en forma extraordinaria por Eduardo Lemaitre, revela las circunstancias de entonces.
En otras dos ocasiones, Lino de Pombo volvería a ejercer las funciones Secretario del Interior y de Relaciones Exteriores. En el Palacio de San Carlos, sede del gobierno por tantos años y hoy, despacho del Ministro de Relaciones Exteriores, cuelga un óleo magnífico que tuve ocasión de admirar por primera vez apenas hace dos semanas. Ese mismo día, ingresé a la casa donde en 1833 nació Rafael Pombo, cuarto hijo de don Lino, el primero nacido en Bogotá. Esta preciosa edificación de dos pisos, ubicada en el costado oriental del Teatro Colón, frente al Palacio de San Carlos, fue la residencia del Canciller de la República, un hombre de 36 años, llegado con su esposa y los tres hijos nacidos en Popayán, ciudad donde había residido en los últimos años.
Ahora bien, en la biblioteca de la Sociedad Colombiana de Ingenieros descubrí ejemplares de los libros de Geometría Analítica y de Aritmética y Álgebra escritos por Lino de Pombo, que según Guerra Azuola, hacían parte de “un curso completo de Matemáticas” del cual solamente se publicaron esos dos, el primero en 1850 y el otro en 1858. Estas lecciones fueron “adoptadas como texto en los Colegios de esa época, especialmente en el Colegio Militar, que él ayudó a crear y fomentar, y que produjo tantos ingenieros que le han dado honra a la profesión y al país, y que han sostenido la enseñanza de las ciencias exactas hasta hoy”, es decir, hasta 1897, fecha del escrito de Guerra Azuola. Esta referencia nos sirve para destacar el papel de Lino de Pombo en la consolidación de los estudios de Ingeniería en Colombia, reconocido especialmente por el propio Rector de la Facultad de Matemáticas e Ingeniería en 1894, Manuel Ponce de León, quien fuera su alumno en el Colegio Militar y uno de los primeros Ingenieros Civiles graduados en esa institución.
Aparte de estos dos libros, la Biblioteca de la Sociedad Colombiana de Ingenieros conserva también un ejemplar de la “Recopilación de Leyes de la Nueva Granada”, publicada en 1845, obra cumbre de Lino de Pombo, “la que exhibe más espíritu de orden, más constancia y laboriosidad”, según anotación de Guerra Azuola. Este libro, que descubrí en un anticuario de Bogotá, fue adquirido por la Sociedad, gracias a la intervención del Presidente de entonces, Hernando Monroy Valencia. También por iniciativa de la Sociedad Colombiana de Ingenieros, en 1997 se emitió un sello postal en homenaje a Lino de Pombo. En la estampilla que circuló aparece su rostro en un primer plano, y en el fondo, el escudo de la corporación que reunió en 1887 al primer grupo de Ingenieros formado en Colombia, en el cual sobresalen los nombres de Ramón Guerra Azuola, Manuel Ponce de León y Fidel Pombo, el menor de los hijos varones de don Lino.
Con sus estudios en la Academia de Ingeniería de Alcalá de Henares, complementados posteriormente en París, según lo advierte Espinosa, Lino de Pombo ocupa primerísimo lugar entre sus colegas y, por supuesto, entre los profesores de Ingeniería de Colombia. Su firme convicción en el poder transformador de la educación quedó expresada por él en los siguientes términos: “solamente la difusión de las luces, la generalización progresiva de la enseñanza hasta los ciudadanos de la ínfima clase, es lo que puede formar con el tiempo entre nosotros una respetable masa pensadora, que calcule con exactitud lo que es del interés público; una fuerza de sana opinión que contrarreste las maquinaciones criminales de la ambición personal, y que mantenga a su despacho el orden y la autoridad de las leyes; costumbres puras, en fin, que sean la salvaguarda del honor y de la reputación del individuo, y que estrechen los vínculos de las familias y de los pueblos”.
La última huella física de Lino de Pombo que encontré, no sin emoción, fue su tumba en el cementerio central de Bogotá, muy cerca de la puerta principal, esa que nos permite ingresar al Panteón de los Inmortales. Seguramente don Lino había acompañado el cortejo fúnebre que en 1840 condujo hasta ese mismo lugar los restos mortales del General Santander. En la bóveda que guarda las cenizas de don Lino, sellada bajo una imponente losa de mármol negro, se encuentran también las de su esposa, Ana María Rebolledo Tejada, payanesa y madre de los seis hijos nacidos en el hogar que formó con don Lino en 1826, fallecida en 1884. No lejos de este sagrado lugar, se encuentran las tumbas de Rafael y Fidel, sus dos hijos Ingenieros, y las de otros familiares, rodeadas todas de grandeza.
Fue polifacética la vida de Lino de Pombo: “matemáticas, armas, política, jurisprudencia, periodismo, hacienda y pedagogía”, según Espinosa, son “siete esferas distintas para un único sabio verdadero”, que inició su itinerario en la Ciudad Heroica, que fue luego a Santafé, regresó a Cartagena y de allí cruzó el océano para llegar, primero, a España, la madre Patria, cuna de sus antepasados, y luego a Inglaterra; que volvió a su Patria y fijó su residencia en Popayán, la ciudad de sus padres, para llegar después finalmente a Santafé, la capital de una Nación en obra que apenas empezaba a comprender el significado de su independencia. Es entonces cuando don Lino se consagra como “constructor de la nacionalidad”, según frase acuñada con acierto por Juan Lozano y Lozano. En estos dos sustantivos quedan resumidos los pilares de su vida: el constructor, el Ingeniero, artífice de obras y servicios, y la Nacionalidad, hecha de ideales y valores defendidos por sus ciudadanos, incluso con la vida, si ello fuese necesario.
Este elogio de Lino de Pombo, relato de un encuentro que no acaba, da razón de las hazañas y virtudes de este hijo ilustre de la Ciudad Heroica. Ahora que el progreso ha creado facilidades asombrosas para los buscadores de nuevas verdades, los exploradores de mundos desconocidos y también, para los artífices de la guerra, el heroísmo parece reservarse al deportista de alto riesgo o a unos seres de ficción que triunfan a base de efectos especiales. Y sin embargo, los héroes que el mundo espera con urgencia, no son solamente aquellos hombres y mujeres que enfrenten con decisión los desafíos del terrorismo y de la corrupción, que amenazan cada vez con mayor fuerza al hombre contemporáneo, sino también aquellos hombres y mujeres que se pongan del lado de esas multitudes de pobres y de marginados, que la sociedad ha condenado a una vida miserable. Estas son las vergüenzas de nuestro tiempo, que en un elogio de Lino de Pombo no podemos ignorar. Por el contrario, la memoria de don Lino, prototipo de servidor de la Nación, constituye una obligante invitación a renovar hoy nuestro empeño como ciudadanos en la causa de la libertad, siempre presente en la agenda de los pueblos que saben de honor y dignidad.
En esta tarde, con la placa que ha sido colocada en los muros de la Gobernación de Bolívar, Lino de Pombo regresa a la plaza pública, en el silencio magistral de los héroes ausentes que sin cesar señalan rumbos y horizontes. Queda de esta forma saldada en parte la deuda que los Ingenieros de Colombia habíamos contraído con don Lino, fundador por títulos diversos de la Ingeniería Nacional. Y digo, saldada en parte, porque el deber de honrar su memoria y hacer que su nombre sea conocido y venerado por las nuevas generaciones, permanece vigente y hará parte del legado que con sincero orgullo entregaremos a quienes reciban la antorcha que en lo alto hoy levanta nuestra mano.
El Maestro Guillermo Valencia afirmó que “valor e hidalguía fueron aquí, —en Cartagena de Indias—, plantas triviales; abnegación y arrojo el ejercicio habitual de nuestros padres; y un hondo amor de patria el signo peculiar de todo corazón cartagenero”, lo que en Lino de Pombo hemos podido reconocer, para honra y gloria, no sólo de su ciudad natal, sino también de la Ingeniería Nacional.
La imagen corresponde al homenaje a Don Lino de Pombo, primer ingeniero colombiano, realizado en la ciudad de Cartagena de Indias, en presencia de las másximas autoridades académicas de ingeniería del país y gubernamentales de la región. La placa se encuentra ubicada en el Centro histórico de la ciudad en el edificio de la Gobernación